La primera parada
Creo que la primera vez que se me paró la pija, bah, la pijita en ese entonces (ahora la tengo enorme), o sea mi primera parada, fue, valga la redundancia, contra una parada. Sí, como lo oyen. En realidad no recuerdo cuán dura se me puso la cosita ese día, lo que sí recuerdo perfectamente es que era muy común de niños, o al menos en mi caso, treparse a cualquier lugar que pudiera ser trepado: árboles principalmente, escaleras raras, verjas, paredones, en fin. Y una de las trepadas favoritas era la que luego, por algún programa de televisión, se popularizó como palo enjabonado (mal pensados abstenerse, nada que ver con eso que se les ocurrió). Es decir, trepar a un palo, haciendo fuerza simultáneamente con brazos y piernas. En las clases de gimnasia lo hacíamos por una soga atada al techo, como en las películas de guerra (la parte del entrenamiento). Bueno, y con esa manía de niño de trepar a todos lados, una de mis trepadas favoritas era a las viejas paradas de colectivos. Antes en buenos aires había unas paradas que consistían en un palo de hierro con una especie de banderita rígida (también de hierro) arriba, con los números de las líneas de los bondis. En realidad actualmente subsisten una gran cantidad de estas paradas, pero solamente en algunos barrios. En los lugares caretas de la ciudad ya las paradas tienen techito y carteles de publicidad. Y fue esa modernización la que acabó con mi historia de amor. Me acuerdo que un día volvíamos de mi clase de gimnasia con mi vieja y yo, embalado por la trepada a la soga, me colgué de una de las paradas y empecé a subir, abrazado fuerte, como si en ello me fuera la vida. Y ahí lo sentí, por primera vez. Fue como un cosquilleo que me subió desde los tobillos hasta ahí mismo, y de pronto el pitilín comenzó a estirarse y a estirarse y el cosquilleo se concentró en ese lugar, cada vez más intenso. Entonces mi vieja empezó a llamarme, pero yo no podía ni hablar, estaba, no sé, enamorado de esa parada de colectivo afianzada entre mis piernas, que empujaba en mi entrepierna, cada vez más dura, cada vez más invadida por el placer. Pero mi vieja me agarró de una oreja, me bajó del éxtasis de un plumazo y me arrastró del brazo hasta la casa. Joder, yo me hubiera quedado ahí, abrazado a mi amada, toda la noche. Pero no resultó posible. A partir de entonces comencé a trepar a todas las paradas que se me cruzaban en el camino, sin distinciones ni preferencias. Era como mi harem a lo largo de toda la ciudad, una verdadera historia de amor libre. Así estuve como un año, feliz por la vida, hasta que llegó la inoportuna civilización. Y en mi barrio careta, una por una, todas las paradas fueron reemplazadas. Pensé en irme a otros barrios, pero fui creciendo y ya no daba encontrarme en un barrio desconocido abrazado a una parada de una línea de bondis de la que ni siquiera sabía el recorrido. Así, poco a poco, dejé que la historia se convirtiera en un amor imposible y, entonces, empecé a hacerme la paja a dos manos, literalmente hablando, y a escribir poemas.